Memorias de un venezolano en la decadencia (I)
Publicado en Exilio Interior 02
En el año del cataplún, en 1990, Barquisimeto era un gran
pueblo con menos de un millón de habitantes, equidistante entre los campos
petroleros del Zulia, el núcleo económico del país, y Caracas, el centro simbólico
del poder. De mentalidad provinciana, con 4 ó 5 cines comerciales y un solo
teatro, las expresiones culturales giraban en torno al folklore sonoro del cual
la ciudad mostraba su pecho inflado de orgullo frente a todo el país. Esta
circunstancia, por la que Barquisimeto era conocida como capital musical de
Venezuela, era muy bueno para todos y todas… menos para quienes nos gustaba la
música rock. Entre el espanto y el desprecio, algunas bandas de rock intentaban
sobrevivir bajo los crepúsculos larenses sin mucha suerte: con alquileres de
sonido prohibitivos, sin espacios para presentarse, con estudios de grabación
inalcanzables por su costo, sin canales para mostrar y circular sus precarias
grabaciones. Como si lo anterior no fuera suficiente, entre los ambientes de
izquierda, que gozaban de buena salud en aquella tierra semidesértica de cujíes
y tunales, el rock era visto, palabras más palabras menos, como una muestra
irrefutable de la penetración degradante del imperialismo norteamericano. Ser
rockero, en síntesis, era toda una proeza que no muchos podían sobrellevar con
estoicismo y dignidad.
Las estaciones de amplitud modulada (AM) del espectro
radiofónico local eran, por decirlo elegantemente, refractarias a las bandas
cultoras del rock and roll en cualquiera de sus géneros. Las estaciones de
frecuencia modulada (FM), que a pesar del poco tiempo de transmisión eran las
más populares, se decantaban entre los estilos denominados tropicales y esos
sub géneros que calzaban dentro del impreciso concepto de “adulto
contemporáneo”. Por eso era posible, en determinados horarios y programas
especializados, escuchar alguna agrupación de pop rock que estuviera punteando
en la lista mundial de los más vendidos, pero nada más. No valían trucos
baratos como aquello de telefonear insistentemente, simulando diferentes
tonalidades de voz, para hacer peticiones de temas de nuestros artistas
preferidos.
En aquel valle de lágrimas en donde sufríamos y
llorábamos los rockeros guaros, en medio de la mayor de las soledades
–recuérdese que eran días en dónde no existía internet ni la televisión por
cable-, sin embargo, teníamos un salvavidas del cual nos aferrábamos con todas
nuestras fuerzas: Radio Nacional de Venezuela (RNV). En dicha época este
circuito radial con alcance a toda la república, que transmitía desde la lejana
Caracas, no era el refugio de los evangélicos y predicadores que la
caracterizan en este 2009, cuando esto se escribe. RNV saludó la década de los
noventas siendo una estación que se parecía bastante a esas emisoras de
servicio público administradas por Estados en otras latitudes. Tenía, como no,
su noticiero y sus programas “educativos”, pero en horas de la tarde, lo cual
se acrecentaba en el horario para noctámbulos, una serie de locutores desarrollaban
diferentes programas destinados a melómanos, entre los cuales se encontraban
varios que dedicaban sus espacios a la siempre incomprendida música rock. Por
aquellos presentadores y presentadoras elevábamos nuestras plegarias,
diariamente, a la
Divina Pastora.
Uno de ellos, cuyo nombre he depositado en el barril
sin fondo de mi memoria, conducía un programa todos los lunes entre, si mal no
recuerdo, las 9 y 12 de la noche. Con vocación pedagógica, iniciaba su
recorrido musical desde el rock and roll de los años 50´s, con generosidad de
nombres y detalles, subiendo, a medida que caminaba el horario de transmisión,
a las décadas de los 60´s, 70´s y 80´s, en donde finalizaba su viaje musical.
Aquel programa era casi una biblia del rock, recibiendo reportes telefónicos de
audiencia desde los rincones más apartados del país.
Sin embargo, nuestros locutores estrellas eran la
pareja que asumía la programación a finales de la tarde entre lunes y viernes:
Polo Troconis y Maritza Esparragoza. Por separado, o realizando programas en
conjunto, cada uno radiaba las novedades musicales del rock iberoamericano, un
género que bajo la etiqueta de “rock en tu idioma” se expandía como una taza de
café ladeada sobre el mantel, tanto por el continente como por la denominada madre
patria. En aquellos programas escuchamos por primera vez, o aumentábamos
nuestro magro repertorio, las propuestas que con el tiempo se volvieron
icónicas del movimiento de rock sudaca. Nuestras reverencias eran para las
canciones, que cuidadosamente grabadas en formato cassette eran atesoradas como
doblones de oro, de producciones o agrupaciones que no habían sido editadas en
Venezuela. Fue así como escuchamos nombres ajenos que luego formaron parte de nuestro
acervo: Patricio Rey y los Redonditos de Ricota, Sumo, Los Abuelos de la Nada , Barricada, Leño; o
canciones desconocidas de algunos de los héroes de nuestro panteón: Fito Páez,
Charly García, Soda Stereo, Miguel Ríos, Duncan Dhu, Caifanes, Enanitos Verdes,
Los Prisioneros, Miki González, Radio Futura, entre otros. Además, para nuestro
total y absoluto deleite, Polo y Maritza radiaban bandas venezolanas, desde las
clásicas como La Misma
Gente , como las propuestas nuevas como Sentimiento Muerto,
Desorden Público, Zapato 3, Seguridad Nacional, El Enano de la Catedral , Spias o Los
Gusanos, por nombrar algunas. Debido a RNV, creíamos que, como mahometanos,
Caracas era la meca a la cual teníamos que peregrinar de vez en cuando para ser
rockeros de verdad.
Si tenías una banda y grababas algún tema, el non-plus-ultra
de aquel tiempo era que te programaran en Radio Nacional. Por estas emisiones
de RNV nos informábamos de los escasos conciertos que hacían en la ciudad, o
escuchábamos saludos de los panas y vecinos a la pareja, de la cual
comentábamos, en nuestras conversaciones cotidianas, como si fueran nuestros
amigos de toda la vida. Pero como dicen,
que de lo bueno hay poco, a mediados de los noventas alguien de arriba decidió
reestructurar la programación y dejar fuera al rock en tu idioma, cosa que nadie
protestó, ni siquiera las bandas locales que tenían en RNV la única ventana de
difusión radial a todo el país. Después se desarrollarían otras propuestas,
tanto en FM como en televisión, que de alguna manera mantuvieron cierto nivel
de información y difusión. Sin embargo, las emisiones de Polo y Maritza
llenaron un espacio, cuando más nadie lo hacía, de programar la música que
tanto amábamos y que nadie más se atrevía a poner al aire, lo cual los ubica,
convenientemente, en el museo inexistente de los cultores del rock en
Venezuela.
Memorias de un venezolano en la
decadencia (II)
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En
esas tierras calientes en donde perennemente discutían el gavilán de Don Pío
con el Gavilán de Canela, a pesar de su linaje musical conocido en todo el
país, había poco espacio para el rock. Hablamos de Barquisimeto, año 1990. El
punk y el dark eran una excentricidad, por lo que la resistencia era puesta con
entereza por la cincuentena de metaleros cuyas largas cabelleras y franelas
negras soportaban las inclemencias del tiempo. Sin embargo, los metaleros
guaros tenían problemas de autoestima. Si para los peliparados larenses los
verdaderos punks estaban en el país vasco o en Londres, para los heavys
vernáculos los reales rockeros no estaban a miles de kilómetros sino a dos horas
de viaje por tierra: Valencia. La capital del estado Carabobo era la Graceland del país, en
donde para renovar los votos había que realizar una peregrinación cada cierto
tiempo. Efectivamente, Valencia había sido la ciudad que había visto nacer a
Arkangel, la banda que había promovido aquella movida llamada “Rock Nacional” y
que había logrado editar varios discos, dándole proyección a otras agrupaciones
de la ciudad, lo cual generó un efecto centrípeto que alcanzó a toda Venezuela,
creando sus propias mitomanías y personajes célebres. Los metaleros guaros
intentaban, sin mucho éxito replicar lo que pasaba en el centro del país, pero
eran pocas las bandas constantes, menos el apoyo radial y nulos los sitios
donde presentarse. De cuando en cuando algún pelilargo de ascendencia
inmigrante lograba conseguir, alquilado, algún espacio en los centros sociales
de las colonias en la ciudad, organizando unos conciertos larguísimos y
tediosos por la cantidad de bandas locales a presentar, que nunca llegaban a
feliz término. Sin embargo, la felicidad pasajera no era esquiva, y
excepcionalmente se organizaba algún festival con la presencia estelar de las
bandas de Valencia y Caracas, porque del exterior era pedir un imposible. Fue
así como se realizaron conciertos memorables en el Domo Bolivariano, con la
presencia de los primeros Aditus y Témpano, así como Resistencia, Arkangel,
Polifusión y Equilibrio Vital, entre otros. Sólo una vez estos conciertos
aceptaron la presencia, de contrabando, de una banda punk. Se trató del
concierto realizado a comienzos de la década en el Anfiteatro Oscar Martínez
con la presencia de la banda hardcore caraqueña Holocausto, anunciado con un
flamante afiche en el cual El Obelisco, un gran monolito devenido en símbolo de
la ciudad, tocaba una guitarra a la par de sacudir vigorosamente su larga
cabellera. Si bien no recuerdo exactamente el nombre de aquel picnic satánico,
nunca olvidaré que en el titular se exhibía orgullosamente la palabra
“Barquisimetal”. No se si fue la presencia del puñado de punketos lo que
molestó al ejército de soldados de la noche, o aquello fue producto de la
acostumbrada brutalidad policial en aquellos rituales. Lo cierto fue que el
concierto, como de costumbre, finalizó antes de haber presentado a todo su
cartel en medio de una batalla campal de pronóstico reservado, regada generosamente con perdigones y gases
lacrimógenos, que salpicaron con escándalo los periódicos regionales del día
siguiente.
Ante
la falta de un movimiento real, los pelilargos guaros intentaban paliar las
carencias apelando a la tradición oral y las fanfarronadas. Por aquella época
–ignoro si era así en las otras ciudades- se desarrollaron una serie de
“hermandades”, con territorialidades definidas y códigos propios, llamadas
“escuderías”, cuyo mito pervivió durante mucho tiempo. Cada escudería afirmaba
ser la verdadera depositaria de los valores del metal en la ciudad, y batallaba
contra las demás a las cuales calificaba de herejes, o lo que era peor, de
escuchar “rock glam” (Poison, Twisted Sister, etc), el insulto ante el cual los
filos de las navajas se exhibían, cortando el viento cálido del final de la
tarde, y algunas extremidades humanas. Cada escudería era reconocida porque, a
pesar de sus debilidades por Satán, religiosamente ocupaban territorialmente
las plazas más emblemáticas del centro y oeste de la ciudad. De tanto
frecuentar aquellos cuadriláteros de cemento, incluso, algunos de ellos
aprendieron a realizar orfebrería rupestre y con el tiempo laboraron en las
mismas como artesanos. Con el tiempo sospeché que, de manera similar que el
punk larense –como ya relataremos otro día-, los metaleros desarrollaron
aquellas costumbres resignificando la escasa información que recibían de otros
países, además de ver la película The Warriors (USA 1979, Walter Hill) decenas
de veces en Betamax. Los metaleros peleaban entre sí, pero en una cosa en la
que se ponían de acuerdo era en que los punks constituían su enemigo común, con
argumentos similares a los que los punks de hoy en día atacan a los emo. Este
antagonismo fue aminorado, parcialmente, con el surgimiento del subgénero
thrash metal, el cual amalgamaba la velocidad del hardcore con la técnica del
speed metal, y que para Barquisimeto tuvo su representación más legendaria con
la banda Némesis, a cuyos conciertos asistían punketos y rockeros, más o menos,
en santa paz.
Algunas
bandas metaleras de la época fueron Abraxas, SS, Tunel del Tiempo y Necrosis.
Cualquier semblanza del metal guaro de la época estaría incompleto si no se
nombrara a la agrupación IRH4, pioneros del heavy metal en la ciudad. A
comienzos de los 90´s todos sus integrantes eran considerados unos patriarcas,
saliendo a tarima, en sus pocos recitales, con un maquillaje diabólico que
disimulaba sus arrugas. Uno de sus miembros era Iván Canela, familiar del
famoso fabricante de cuatros tradicionales Pablo Canela, y que tenía, en el
centro de Barquisimeto, una de las pocas tiendas de instrumentos musicales
eléctricos de la ciudad, lo cual hacía de Iván y de su banda, un receptáculo de
amor y odio por partes iguales.
Aquellos
metaleros eran todo un monumento a la estoicidad, grabando cada uno de los
conciertos a los cuales asistían y guardando celosamente aquellas cintas. Como
pasó en el resto de las tribus, los más extrovertidos y violentos, con el paso
de los años terminaron cortándose el pelo, colgando las botas, casados y
laburando en jornadas agotadoras de trabajo. Los que sobrevivieron al paso de
los años eran, precisamente, aquellos que estaban alejados de todo el
movimiento de las escuderías y lamentaban que los conciertos fueran una excusa
para la violencia sinsentido. Algunos de ellos los conocí, compartiendo el amor
con la música con el excursionismo y el activismo ecologista dentro de lo que
fue el Frente Ecológico de Liberación Animal (FELA).
Memorias de un venezolano en la decadencia (III)
Publicado en Exilio Interior 04
A
finales de los 80´s, en una Barquisimeto que no llegaba al millón de
habitantes, hablar de Internet era predicar sobre ciencia ficción. El
intercambio de MP3´s y los servidores de descarga directa estaban más lejanos,
en los alrededores del El Obelisco, que el planeta Tattoine. En aquellos
tiempos tenías tres, y sólo tres, caminos para obtener buena música rock: O
esperabas que la editaran algunas de las compañías nacionales, o la encargabas
de las dos o tres tiendas que importaban música o, por último, la copiabas de
la colección de aquel amigo de ascendencia europea –o sureña, pero menos- que
una vez al año visitaba a sus familiares en el terruño.
El
primer caso era, en lo personal, casi como una penitencia. Con una puntualidad
de reloj visitaba la que me parecía la discotienda más grande de la época,
hablo de la Rol-Rol que estaba en la avenida 19, unas cuadras arriba de lo que
continúa siendo el único teatro de la ciudad, el Juarez. La susodicha era parte
de una cadena presente en varias ciudades del país, y tenía un gran estante, al
fondo, dedicado a la música rock por géneros: el heavy metal –que en aquel
entonces nunca revisé-, el rock pop –que miraba bastante poco- y la «rock en
español», en aquel momento en auge y que monopolizaba toda mi atención. Mis
visitas a la Rol-Rol eran lo más parecido a una promesa a la Divina Pastora:
antes de entrar, con nerviosismo, suplicaba para mis adentros que Sonográfica,
Rodven o CBS, las duras de entonces, hayan cumplido el milagro de editar
aquellos misteriosos héroes del rock, «en tu idioma», de los que someramente
leía que existían en la única revista especializada sobre el tema de aquellos
años: una colombiana llamada «Rock & pop». Sin embargo que lo editaran y
estuviera presente en el estante era sólo el primer peaje. El segundo lo
constituía el acumular el dinero suficiente para comprarlo, y ante el recurso
escaso, tenía que seleccionar entre los candidatos, lo cual hacía con
frecuencia con poco tino, como aquella vez que Joaquín Sabina me sonó como un
Miguel Ríos renovado. Ante la ausencia de información, y el desconocimiento del
vendedor, sobra decir que muchas aquellas compras fueron motivadas por las
portadas. Por ello poner cada acetato en el tocadiscos por primera vez era,
literalmente, una sorpresa.
La
segunda alternativa, la de comprar discos importados, estaba sencillamente
vetada para mi presupuesto. En el Centro Comercial Río Lama estaba MCA Records,
una tienda que importaba viniles de Estados Unidos, mayoritariamente. Aquellos
precios estratosféricos crearon un Muro de Berlín en cuya puerta,
infranqueable, se encontraba un afiche de un Mickey Mouse con un corte
«mohawk». Otra tienda, Coco Music, en el Centro Comercial Los Leones, trajo los
primeros discos compactos a la ciudad y si bien su dueño y vendedor era
bastante amigo de algunos amigos, en lo personal creía que su saludo era honor
para una categoría a la que no pertenecía: la de los «clientes». Era curioso
que aquel triángulo del Shopping pelilargo, constituido por aquellos malls de
pueblo, a su vez cada noche concentrara por igual a los jevis y punquetos de la
comarca, a pesar de sus eclécticas, y con frecuencia pasajeras, rabietas
antisistémicas.
De
la última opción había saboreado una parte. En aquellos años tenía un par de
amigos chilenos de los que grabé, en cassette, buena parte de su fonoteca punk.
Allí conocí a Los Violadores, Todos Tus Muertos, La Polla Records, Decibelos,
Circle Jerks y Dead Kennedys, entre otros. No obstante, las colecciones más cotizadas
eran la de cuatro o cinco españoles, celosísimos además de su stock privado.
Aquel acaparamiento, si bien establecía algunas jerarquías «ad hoc» –entre más
grupos conocías mas punki eras-, también originaba situaciones risibles. Cuando
algún conocido tenía el privilegio de pasar uno de aquellos Lp´s a cinta, aquel
cassette se convertía en la fuente de innumerables reproducciones. Y si por
cuestiones de uso del vinil la grabación tenía un salto, la banda se
popularizaba en la ciudad con aquel giro inexplicable y repentino en aquella
canción, presente en todas las cintas de la muchachada. Otro apremio lo
constituía la falta de los folletos con las letras. No hablaré de la
pronunciación de temas en inglés, que sencillamente no cantábamos, sino las
divertidas prosas por las que se sustituían aquella vocalización inentendible
de los temas en castellano o la inclusión de modismos desconocidos para estos
mortales, los cuales se hacían mucho más crípticos si, como las mios, los tapes
eran de décima primera o décima segunda generación, con toda la baja calidad
que aquello suponía. Sin embargo, aquellos cassettes eran queridos y
atesorados, con improvisadas carátulas hechas a fotocopia y con el título y el
nombre de la banda primorosamente escrito a sus costados. Diez años después,
con la redición en Cd y la creación de Rapidshare y Megaupload, nos hemos
llevado más de una sorpresa. Muchos temas sonaban increíblemente de manera
diferente y como dice la canción, podíamos cantarlos con la nobleza de la
primera vez.
Mucho
tiempo después, cuando había comenzado a editar fanzines y participar más en la
«comunidad punk y contracultural», descubrí una cuarta posibilidad para
aumentar mi colección musical: cartearme con gente en el extranjero. Lo usual
era escribir a otros editores de revistas, en países de habla hispana, para
canjear tanto publicaciones como discos y cassettes. Cada fanzine tenía una
gorda sección de reseñas, en donde venían las direcciones postales de sus
editores. Asimismo, era usual los avisos clasificados de «tapes traders»: canje
de cintas por correo. El procedimiento era sencillo: le mandabas la lista de lo
que tenías y el te enviaba la suya, con frecuencia, con una clasificación que
reflejaba la calidad de la grabación. Si bien existían los mismos riesgos de
hoy en cuanto al uso del correo estatal público, recibir cada carta y abrirla
era simplemente mágico, como niños en día de Navidad. Para ampliar esa red
informal de comunicación, predecesora en muchos aspectos a la que es posible
gracias a internet, también se estilaba hacer pequeños avisos de tu
publicación, flyers, fotocopiarlos y meterlos en cantidad en los sobres. Así
cada receptor repartía, a su vez, los flyers que recibía en las cartas que
enviaba. La difusión de información, de esta manera rudimentaria, era lenta
pero permitía crear lazos y vínculos muy sólidos. Esto se reflejaba en las
largas cartas que se compartían, en donde se relataban las venturas y
desventuras de cada lugar. Pero sucedía también que, años después de haber
finalizado la aventura editorial, se continuaba recibiendo correspondencia del
extranjero. Por otra parte, el recibir música desconocida por la vía epistolar,
permitía que copiaras las cintas y las ofrecieras en venta para ayudar a pagar
las fotocopias y el propio costo del correo, que no era precisamente económico.
Memorias de un venezolano en la decadencia (IV)
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Si
el corte de cabello o su extensión son importantes para punks, metaleros y
otras especies urbanas, no menos elemento identitario lo constituye su
indumentaria. Vestirse apropiadamente ha sido un reto no sólo para los rockers
tropicales de hoy, a pesar de la globalización, sino para sus impávidos
predecesores, esos que resistieron mucho antes de la aparición de la Internet y la
popularización de la televisión por cable. En Barquisimeto, una ciudad de menos
de un millón de habitantes en la
Venezuela de comienzos de los 90´s, aquello podía significar
un reto más grande que su Obelisco. Los darks de la época, pues antes no se
llamaban góticos, tenían como referente estético el look y despeinado perfecto
de Robert Smith, vocalista de la banda británica The Cure. Hace 20 años sólo
era ubicable una costosa marca de laca para el cabello de marca Alberto VO5,
que dicho de paso, olía terriblemente desagradable. Por ello la alternativa “del
pueblo” era emular al cantante de Boys Don´t Cry utilizando una secadora de
pelo y una barra de jabón azul. El resultado, a las primeras de cambio, era
olímpicamente pasable. Pero bajo aquel calor crepuscular de 40 grados a la
sombra, a las dos horas, el darkie guaro lucía en sus mejillas chorros de sudor
azuladas, que goteaban sobre la camisa manga larga de bacterias, lo más cercano
a la pinta siniestra del autor de los viernes me enamoro. Los resultados no
eran muy diferentes si los aspirantes a vampiros larenses lucían sus atuendos
bajo aquella luna que daba a cujíes y tunales un aspecto lúgubre y fantasmal.
Los
heavies, como siempre, las tenían todas consigo: unos jeans Levi´s ajustados
sobre botines Reebok o Pony, bajo una franela negra con la banda del momento.
Esta sobreentendido que los soldados del metal desafiaban al viento con sus
largas cabelleras: cuidadas y peinadas en peluquería, estilo Poison, para los
de clase media; grasosas e irreverentes, onda Metallica, para los rockeros de
barrio.
No
obstante el premio al estoicismo, una vez más, se lo llevaban los punks de
aquel Barquisimeto con tamaño de ciudad y alma de pueblo. Aquí hay que agregar
que el modelo a imitar era más el estilo inglés –a saber, pantalones a cuadros,
chaquetas de cuero, botas militares y crestas o mohicanos- que la onda
americana –camisas manga largas a cuadros, blue jeans rotos y franelas de
bandas-. Aquello era, por decir lo menos, curioso. En el tope de una extraña
jerarquía se encontraban aquellos que pudieran cumplir con la vestimenta que se
esperaba de un punk inglés, los “auténticos punks”. Y si en esta tierra de
gracia, en general, las chaquetas de cuero eran sinónimos de cualquier cosa
menos de clase proletaria, en la capital crepuscular era un despropósito. Sólo
algunos privilegiados tenían en su armario la clásica chaqueta de cuero de
corte tipo motociclista, esas de cuello en “V” y solapas, mientras que la mayor
parte se conformaba con chaquetas de semicuero estilo “cajero de banco”,
debidamente retocadas a mano para emular la supervivencia de peleas callejeras.
A esto súmele botas militares o de construcción, las que traen las puntas de
hierro y media panela de jabón azul en el pelo. Aquello generaba, en el
ciudadano promedio, más lástima y compasión que temor. Guiñapos andantes bajo
aquel sol maracucho, empapados de sudor y con mohicanos tristes dejando una
estela de jabón a su paso, para burlas de los jevis y delicia de los policías.
De
más está decir que no fue sino, hasta que me hice viejo y la “chupa” casi no me
cerraba a la altura del estómago, que pude tener una Chaqueta de cuero, corte
Ramonero, de segunda mano. Por aquellos tiempos me conformaba con unas camisas
a cuadros manga larga, que compraba de cuando en cuando en el Mercado ubicado,
estratégicamente, al lado del Terminal de Pasajeros y frente al Cementerio
viejo de la ciudad. En aquellos tarantines de tubos de metal y toldos
desgastados de plástico compré lo que en las revistas españolas metaleras, las
únicas que se podían conseguir a costos prohibitivos en los puestos de
revistas, llamaban “leñadoras a cuadros”. Sobre la camisa a cuadros se
colocaban unos pines artesanales realizados, precisamente, con recortes de las
Metal Hammer, lo cual era un secreto guardado bajo siete llaves, dado el odio punk
contra los pelilargos. En esas revistas venían avisos publicitarios de venta de
merchandising rockero, y en pequeños cuadros mostraban los modelos de nombres
de bandas con púas sobre esqueletos –algo que después copiaron descaradamente
los crusts- y, a veces, por cuestión de las vicisitudes de la oferta y la
demanda, se colaban logotipos de bandas como Dead Kennedys o Misfits. Eran
estas las que recortábamos con devoción, las pegábamos sobre cartoncitos y le
poníamos una capa de pega blanca, que al secarse, daba la sensación de
plastificado. Detrás el imperdible o gancho y de ahí, directo a la camisa.
Aquellos rudimentarios botones los lucíamos con orgullo, aunque secretamente
echábamos pestes de los pines importados que sí podían lucir los metaleros, especialmente
de esos en forma de guitarra eléctrica y cuyos colores cambiaban con la luz.
Las
franelas serigrafiadas de bandas, que son fáciles de conseguir hoy en día, por
aquellos días eran inexistentes. Un amigo había aprendido a pintarlas con la ayuda de
una inyectadora, pero los diseños eran inseguros y a veces bastante precarios.
Sin embargo, luego de anotarme en una lista de espera, pude lograr que me
hiciera una, de diseño antiimperialista, con un marine dentro de una papelera
de basura, una idea que tomó de las fotocopias de las fotocopias de un capítulo
de “Pedro Pico y Pico Vena” del dibujante español Carlos Azagra. Yo hubiera
preferido una de bandas, pero dado los artes únicos del pana uno tenía que
conformarse con el resultado del arrebato creativo de sus musas. A pesar de
esto, aquella franela, debajo de la camisa a cuadros correspondiente, fue mi
uniforme durante muchos conciertos.
Con
poco más me sentía parte de la tribu contracultural y símbolo andante del
esteticismo antisistema. Por fortuna no tuve los arrebatos de muchos pares, los
cuales adoptaron extraños hábitos debido a las consecuencias de las leyendas
punks. Muy raro para una movida que decía ser refractaria a los cultos a la
personalidad. Especialmente recuerdo a un pelagatos que no usaba ropa interior
bajo el argumento supuesto que Jello Biafra, cantante de los Dead Kennedys,
tampoco la usaba. Aquello le ocasionó más de una irritación en sus partes
sensibles que, con mucha dignidad, soportaba en silencio. Todo sea por el
estoicismo radical, la abrupta caída del sistema y la competencia, en
desigualdad de condiciones, con los archienemigos los Jevis.
Memorias de un venezolano en la decadencia (V)
Publicado en Exilio Interior 06
El
Ateneo de Barquisimeto era, a comienzos de la década de los 90´s, parte del
circuito cultural de una capital que por aquellas fechas podía jactarse de
rendirle culto a Amábilis Cordero teniendo funciones, todos los días de la
semana, en cine clubs diferentes. Y el rockero promedio, como exponente de una
juventud inquieta recorriendo una búsqueda personal, parte del fiel público
asistente a esta modalidad de difusión cinematográfica alternativa, en días en
que la única manera de ver producciones fuera de la limitada cartelera de
provincias era alquilar aquellos cartuchos de Betamax y VHS, muchos de ellos
comercializados por Blancica -¡Qué buen video!-. Precisamente fue el Ateneo la
sede de un ciclo de videos de conciertos rockeros armado a punta de televisores
a color de 21 pulgadas, aparato de videocassette VHS y conexión al audio de un
equipo conocido como «tres-en-uno» –plato, cassettes y radio-, cuyas dos
cornetas, convenientemente ubicadas, serían el modesto pero altivo antecedente
de lo que hoy se menta como «Home theater». Por una módica entrada, la
muchachada pudo disfrutar, un día de un año marcado como 1992, de Pink Floyd,
Iron Maiden, Red Hot Chilli Peppers y The Cure, en ese orden, para complacer
casi todos los gustos, sentados ordenadamente en sillas de plástico frente al
televisor. En todas las funciones la asistencia fue generosa, pero nunca tan
efusiva como el día de los Maiden. Ante la imposibilidad cierta de ver en vivo
a los británicos, los fans vivían la ilusión con este pobre, pero honrado,
sucedáneo: sin franelas, parados sobre las manaplast –que aguantaron lo que
pudieron- y moviendo frenéticamente el cuello.
Cuenta
la leyenda que el Ateneo fue fundado en 1986 por un grupo de promotores
culturales, poetas, escritores, sindicalistas, educadores y trabajadores
socio-culturales en general de la ciudad. Sin embargo, su motor más visible lo
constituía la señora Ana Teresa Sequera de Ovalles, quien entre otros meritos
tenía el de haber sido la compañera del poeta Caupolicán Ovalles, fundador del
Techo de la Ballena. Años después se mudaron a la agradable casa de muros de
adobe y techos de caña brava en el que ha desafiado el paso del tiempo y las
estrecheces económicas, ubicado céntricamente en la Carrera 17 con Calle 23.
Aunque los rockeros son dados al agradecimiento de pocas cosas, los pelilargos
de aquellos días, tratados como leprosos por el resto de la ciudad, conseguían
las puertas abiertas en el Ateneo. Incluso, algunos conciertos se realizaron
allí, un número más reducido del que debiera ser por la mentalidad provinciana
de los rockers guaros, quienes pensaban que aquella casa podía tratarse con las
mismas deferencias que al CBGB newyorquino. El Ateneo, de tres habitaciones y
dos baños, todos en una sola planta, poseía además una pequeña sala multi-uso y
un patio central en la parte de atrás del caserón, que era donde se realizaron
las pruebas de fuego a la resistencia de los tímpanos. Fue en el Ateneo donde
una banda como El Pacto comenzó sus primeras andadas, antes del rock mestizo
saborizado a cocuy que lo harían populares, cuando cultivaban un rock
alternativo que plasmaron en su primer, y olvidado cassette, “Una pequeña suite
de estupideces”. Y si necesitan más datos para una enciclopedia imaginaria,
podemos decir que fue allí donde realizaron sus primeros ensayos la banda Circo
Urbano, quienes años después pegaron el tema «Muerto en Choroní». Resulta que
Atahualpa, guitarra y fundador del proyecto, era uno de los hijos de Ana Teresa
y Caopulicán.
En
el Ateneo había bastante poca burocracia. Uno llegaba, presentaba su proyecto y
podía tener una respuesta, más o menos clara, si era posible desarrollarlo en
aquellas cuatro paredes. Alrededor del Ateneo se reunió el primer grupo que
intentó formar una sección guara de Amnistía Internacional Venezuela, comienzos
de los 90´s. Fue también orbitando alrededor de la 17 con 23 que se desarrolló
todo el movimiento de publicaciones subterráneas de Barquisimeto por esa época,
el cual llegó a difundir una cantidad de periódicos cuyos ecos retumbaron en
Caracas e hicieron por esos días a la capital guara como meca de la
contracultura impresa. Las primeras fueron «Lo bueno, lo malo y lo feo» y
«Thrash», seguidas por «Caput Juves», «El Provo», «El Caleidoskopio», «Qué hay
de nuevo viejo?», «Mentes abiertas» y otras más. Antes de poder instalar por
poco tiempo su kiosco de publicaciones al lado del Teatro Juares –el mayor ícono
cultural de la ciudad y a pocos pasos del propio Ateneo-, esta muchachada guara
tenía en aquella casa colonial un sitio donde reunirse y guarecerse.
Un
espacio heterodoxo de la época, prestado para el rock, también lo constituyó la
llamada «Galería Lea», cerca del rectorado de la Universidad Central Lisandro
Alvarado (UCLA), que también pertenecía a poetas, pintores, herejes y herederos
de las luchas de izquierdas locales del pasado. Con una pequeña librería al
frente, de horario incierto, que daba a una de las principales arterias
comerciales de la ciudad, la Avenida 20, LEA siempre daba la impresión de ser
un lugar que podía exprimirse mucho más. Fue la atropellada efervescencia
grunge local la que desarrolló sus intentos en la Galería Lea, con pocos pero
intensos conciertos que se difun-dieron de boca en boca. Algunos nombres para
el recuerdo: Las Populares Maquinitas, In Vitro, Abeja Zangana,
Limpiacabezales.
La
relación de los rockeros/as con lugares nocturnos era tensa tirando a
inexistente. Cómo eran más proclives a juntarse en manadas y tomarse las
cervezas en casa o escuchando música en la parte trasera del algún carro,
aquello simplemente no era negocio. Varias discotecas tuvieron alguna relación
incidental, y casual, con bandas (como el club New York de Santa Elena), pero
las iniciativas no prosperaban debido, a partes iguales, a las pocas regalías y
los problemas que traía un público que aún intentaba encontrarse a sí mismo en
el mundo. Las peleas en los eventos no faltaban. Ni tampoco aquellos fiscales
fantasmas que, antes de empezar el show, pedían una comisión para reemplazar un
permiso gubernamental para la realización del evento.
1 comentarios:
Te comento que me quedé en tu acnédocta de oir a RNV, troconis y a la Esparragoza.... y me acordé de muchos viajes por el llano oyendo música venezolana mezclada con rock, en esa que era mi Venezuela.
Gracias!
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